Mariela
Colmenares desde pequeña había sido una niña muy sensitiva y precoz. Soñaba
continuamente con ángeles y familiares muertos, oía rezos en el silencio de la
noche y había tenido algunos encuentros con seres etéreos que aparecían y
desaparecían repentinamente. Uno de esos encuentros lo tuvo viniendo de la casa
de su tía Petra. En una curva del camino, se le apareció de repente un
hombrecito bien vestido, zapatos puntiagudos y sombrero de colores vivos, con
los brazos y piernas semi encogidas, que parecía flotar en el monte, a orillas
del camino, y la acompaño hasta cerca de su vivienda hacia la que corría dando
gritos.
Mariela
vivía con sus familiares en una zona rural en los alrededores de Tinaquillo, en
un caserío con viviendas dispersas y parcelas con conucos. Sus familiares, en
vista de sus supuestas fantasías no la dejaban sola ni un momento. Natividad,
su madre, estaba muy preocupada por la epidemia de una extraña enfermedad que
atacaba a los niños recién nacidos, que se iban poniendo flacos y pálidos y
mostraban signos de picadura en la zona cercana al ombligo, y por las
pesadillas de Mariela, que insistía en que un ave muy grande volaba por las
noches cerca de su casa y se posaba sobre el techo.
El rumor fue creciendo y los vecinos
aseguraban que una bruja era la causante de la enfermedad de los niños.
Evaristo, el padre de Mariela, además de otras personas, consultaron a Julio
Peña, curandero de cierta fama, y este los oriento sobre la forma de cazar a la
bruja.
Esa noche todo el mundo estaba en vela.
Habían puesto en el patio de la casa de Mariela, una cruz formada con mostaza y
unas tijeras abiertas. A las tres de la madrugada sintieron el aleteo de un ave
que se acercaba. Al pasar sobre la cruz de mostaza cayó pesadamente sobre esta.
Los vecinos corrieron hacia el patio y al llegar se consiguieron con un enorme
pavo de color oscuro, el cual estaba todavía atontado por la caída. Lo
capturaron, amarraron y esperaron vigilantes hasta el amanecer.
Por la mañana llegaron noticias de que
habían conseguido muerta a Victoria Pinto, una señora que vivía con su hijo,
retardado y tonto, supuestamente producto del incesto entre padre e hija, y que
moraban en una de las casas más alejadas de la comunidad.
Como a las siete de la mañana soltaron al
pavo, después de quebrarle los dedos de las patas y varias plumas de las alas.
Este al verse libre, alzo el vuelo y se dirigió a la casa de Victoria,
desapareciendo en sus alrededores. Las mujeres que rezaban y los vecinos que
habían seguido al pavo, vieron con asombro que un cigarrón volaba sobre el
cadáver y de repente se introducía por su boca, volviendo Victoria
milagrosamente a la vida, maldiciendo con gritos horripilantes al verse los
dedos de la mano y de los pies deformes, como si se los hubiesen machacado con
un objeto muy pesado.
Julio Peña, el curandero, que había estaba
pendiente de todo el proceso, saco de su morral un frasco con agua bendita y
rezando en voz baja sus oraciones, baño totalmente a la resucitada, que
insultaba a gritos a los vecinos. Julio concluyo ordenando a la bruja que se
marchara del caserío si no quería que volviera a cazar su espíritu y lo
retuviera hasta su definitiva.
Victoria Pinto desapareció del vecindario y
ceso la epidemia de los niños.
Historias como esta escuche muchas veces
cuando niño, de boca de los cuenta cuentos de mi pueblo, entre los cuales
destacaba Agapita, domestica al servicio de la señora Isabel de Pérez, que
sabia y contaba con gracia muchas historias y cuentos.
Mariela Colmenares, es hoy en día una mujer
de unos sesenta años, casada y con cinco hijos, que aún conserva su
sensibilidad perceptiva de hechos inexplicables como el de oír rezos en el
silencio de la noche, muy especialmente los lunes. Es muy católica y asiste
regularmente a misa.
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