viernes, 24 de octubre de 2014

Memorias De Nuestros Pueblos: El Carretón De La Muerte

Era el mes de agosto, húmedo y lluvioso, la noche se acercaba extendiendo sus brazos para arropar con su manto de estrellas a la sombría y desolada llanura en cuyo centro una enorme casa se levanta, modernizada y reconstruida con bloques, sustituyendo al tradicional caserón llanero, con sus señoriales puertas abiertas a las voces del viento que recorrían la amplia sabana. Es la creencia que esa nueva casa mejorará sus vidas convirtiéndose más bien en un mal presagio.
Los pastizales se doblan por el viento anunciante de lluvia mientras el canto de los pájaros lentamente comienza a apagarse junto con la luz del sol, las corocoras y las garzas se trasladan, a bajo vuelo, de sur a norte en busca de sus refugios, mientras a lo lejos, el ganado regresa al tranquero tras el mando de los caporales del lugar.
Luis, parado en el quicio de la ventana, contemplaba la agonizante tarde sin muestra alguna de prestarle atención a nada que estuviera a menos de cien kilómetros a la redonda, su mente, navegando en la tempestad de sus pensamientos desaforados, poca atención prestaba a los acontecimientos de su alrededor. En la misma habitación, Juan, contempla la luz de una lámpara de kerosén que iluminaba la sala a falta de la electricidad que se había ido, él era la antítesis de su hermano Luis, mientras él era callado y reservado, Luis era extrovertido e inquieto, el uno era aficionado a la lectura y el otro a la música a máximo volumen, él prefería el silencioso eco de sus pensamientos. Por el contrario, Luis, los ahoga en las eternas conversaciones con una botella de Recreo, como cualquier peón con dinero en los bolsillos.
Yordalis, una muchacha campesina proveniente de Guárico, era su compañía en tan desventurado viaje de vacaciones escolares, permanece, fiel a su costumbre, metida en la cocina preparando algo de comer. Juan, nada más al verla, recuerda siempre los comentarios irónicos de sus compañeros:
–Ésa, ¡carga una solitaria!
Pero había alguien más en la casa que no compartía con ellos y que en la agonizante y oscura tarde ya estaba rondando entre la maleza: Rafael, silencioso y por su lado, pero nunca por ello olvidando a los demás, sumido en los solitarios confines de sus pensamientos, el canto de los pájaros le guía a través de sus recuerdos.
El resto de los acompañantes dormía o, al menos, intentan hacerlo, pues a esas horas ya nada les quedaba por hacer. Rafael, escudriña por entre la maleza sin sendero, sus largos pies se hunden en lo desconocido, dirigiéndose al interior de la lóbrega noche llanera sin luna que le llama desde lo profundo, como si algo en él le alertara de lo que pasaría, pero en vez de miedo o temor, sólo despierta su curiosidad. Una vieja leyenda fue renaciendo, resurgiendo de entre las ruinas de su niñez, a medida que el peso de la noche opaca la bruma de sus recientes recuerdos en Tiznados: una carreta, tirada por negros caballos, que atraviesa la sabana llevándose, consigo, las almas de los aventureros y descarriados adentrados en el silencio de la oscuridad, el Carretón del Infierno, que entre gritos y relinchos, partía a recorrer su ruta nocturna.
Dentro de la casa, Luis, abandona su puesto en la ventana para unirse a Yordalis en la cocina, dejando a Juan contemplar el negro silencio que amenaza con tragarse la luz de la lámpara que, a duras penas, alumbra la triste habitación, en la que sólo un juego de muebles y una mesa había, sin que faltase, también, una cruz de palma bendita tras la puerta como símbolo de respeto hacia los muertos. La vida de los mortales tiene tal suerte que, si bien, sus mentes se elevan hasta un alto cenit en el que logran contemplar y comprender una buena parte de los fenómenos que les rodean, un límite tienen por cierto, que una vez cruzado, carece de retorno, por lo que su obra de conocimiento y comprensión queda siempre inconclusa. Este límite es el que se halla entre el mundo material y el que, en teoría, debería existir más allá, a saber: El Reino de la Muerte. Sin embargo, a veces ocurre que una vez abierta esta puerta para su tránsito, algo de ella escapa rompiendo las reglas de la física normal...
La mesa que se halla frente a Juan era de vidrio y la luz de la lámpara se difunde en ella, Juan, una vez solo, comenzó a posar su vista, distraído, lejos de todo a su alrededor. En la mesa se marca su silueta oscura, él no lo vio, pero mientras el resto de su cuerpo permanecía oculto en el siniestro reflejo, sus ojos resplandecían en él, emanando un brillo rojizo o amarillento, pero la lámpara de kerosén se hallaba a sus espaldas.
Desde la cocina, de pronto, un grito desgarró el silencio, mientras el sonido de un vidrio rompiéndose contra el suelo le seguía por escaso margen de segundos: Yordalis cayó desmayada del susto mientras Luis, a su lado, no se explica qué había ocurrido. Rafael, que desde la lejanía de la sabana les había escuchado gritar y había oído el alboroto, marchó hacia la casa, casi al instante, vio cómo en la distancia una polvareda que avanzaba hacia el poniente detrás de una serie de figuras negras y poco definidas, pero algo pudo distinguir: cuatro caballos negros arrastraban una carreta en una espantosa y demoníaca huída. Nadie se enteró exactamente de lo que pasó hasta un tiempo después cuando las sombras y la oscuridad ya habían tomado la casona por asalto.
Todo el mundo corrió para saber de Yordalis, nadie se percató de que, en la sala donde estaba Juan, las luces se habían apagado. Poco después Yordalis recobró el conocimiento, intentó hablar, pero las palabras tropezaban en su boca. Rogó que no la dejaran sola. Ella, siempre se mantuvo de espaldas a la ventana de la cocina e indicó, sollozos, que la cerraran, que no quería verla. Luis cerró la ventana y la abrazó en un intento de reconfortarla, pero una expresión de espanto persistía en sus ojos que, vidriosos y con mirada fija, dejan escapar una lágrima tras otra. Rafael, por su parte, una vez recuperada Yordalis, decidió ir por los demás, el camino más rápido para llegar a los dormitorios era atravesando la salita en donde Juan está, así que ese fue el camino que escogió. Para ese momento la noche al fin se había dejado caer y una oscuridad total envolvía la casa, sólo algunas luces permanecen encendidas semejando luciérnagas: débiles puntos luminosos y titilantes en el inmenso océano de oscuridad que les rodeaba.
Desde el mismo momento en que Rafael entró en la salita, intuyó que algo andaba mal, pero segundos después la oscuridad le detuvo, no era una oscuridad normal, era casi una sustancia, que le apresa y le envuelve, estrangulando su valor y su voluntad, un miedo que nunca había sentido le poseyó y le impidió dar otro paso, más aún para retroceder, un fuerte olor a kerosén inundaba el ambiente, instintivamente buscó entre sus bolsillos y extrajo el teléfono celular y lo encendió. Lo primero que nota fue que algo estaba regado en el piso, la lámpara se había caído y los vidrios y el kerosén cubrían todo el suelo.
La ventana se abría de par en par y Juan permanece sentado donde antes le dejaran, pero algo insólito había en él, su cabeza colgaba en un ángulo extraño sobre sus hombros mientras su pecho estaba impregnado de un llamativo líquido blanco. Cuando Rafael se acercó comprueba que se trata de vómito. Los ojos de Juan lucían desenfocados y en su mano derecha se dibuja un corte chocante: una herida anormal, como sí se la hubiera hecho con un escalpelo o un objeto muy fino... tenía la forma de la huella de un caballo.
Poco después llegaron los demás a ver lo que le ocurría a Juan: no reacciona, no habla ni se mueve, pero aún respiraba con normalidad. Sin embargo, pareciera que su mente estaba ausente. Sus ojos tenían esa rara mirada desenfocada que, Rafael, le había visto cuando le encontró. Luis intentaba por todos los medios hacerle recuperar la conciencia mientras le pedían a todos para salir de allí y buscar un hospital. Pero, sólo restaba esperar la llegada del amanecer. Yordalis, en cambio, le contempla desde la puerta sin atreverse a entrar al cuarto, con miedo y temor, no quería, por ningún motivo, saber nada de aquella habitación.
Segundos antes de que la lámpara de kerosén se estrellara contra el piso en la salita, Yordalis se encontraba mirando por la ventana de la cocina, Luis le había preguntado que si necesitaba ayuda. Ella se volteó a contestarle:
–Claro, necesito que me limpies todos esos platos que están allí.
Cuando Luis estaba a punto de protestar, ella voltea hacia la ventana, pero en ese momento ya no ve el paisaje, la ventana en vez de anunciar el sol naciente refleja la habitación en la que se encuentra Juan. Yordalis volteó hacia la puerta de la cocina y vio con claridad a Juan en la habitación, pero era imposible, la ventana y esa puerta quedaban diametralmente opuestas. Nuevamente giró su atención hasta la ventana. La encontró llena de gente contemplando algo: a Juan, pero Juan estaba solo en la habitación. Cuando ella, insiste en mirar, el cuerpo de Juan se eleva de la silla y choca contra el techo, como si una mano invisible y muy poderosa le estuviera levantando. Yordalis, veía la bizarra escena atónita, luego concentró sus ojos en dirección a la puerta en donde Juan, el Juan real: sentado en el mueble, contemplando la nada y silbando en voz baja. Al regresar su vista hacia la ventana, la habitación seguía reflejada en ella, pero esta vez, contempló el cuerpo de Juan en el suelo; lleno de profundos cortes y bañado en sangre. En ese momento, el cadáver de Juan soltó un ensordecedor grito y ella, gritando también, se desmayó. Tan sólo medio segundo después, la oscuridad se había cernido sobre la sala en donde Juan yacía.
De seguido, Juan cae en un sueño profundo. Se ve a si mismo caminando en un cementerio ante las tumbas abiertas llenas de cadáveres en los más diversos estados de putrefacción, camina hasta el final del cementerio, en donde había un esqueleto con una huella de caballo en la frente, entonces siente que se despierta. Se observa dentro de la sala de la casona, rodeado de gente: todos le miran, luego, una puerta se abre y observa el cementerio, y corría hacia allí de nuevo. Esta vez, al llegar al final, reaparecía el mismo esqueleto, llevando ahora unos mechones de cabellos y restos de piel. Juan sintió despertar en la misma habitación rodeado de gente, sin embargo la habitación no tenía puertas, solo una ventana asomando el cementerio, saltó por ella y lo recorrió hasta el final. Allí encontró la misma tumba con el mismo esqueleto: esta vez, había órganos en él, estaban pudriéndose y en su frente se veía resbalar la sangre de la herida con forma de huella de caballo, su boca estaba abierta y un inmenso hervidero de gusanos lo recorre de arriba a bajo, sólo entonces comprendió que se observaba a sí mismo. Y entonces no despertó.
En sus sueños un relincho se dejó oír y, entonces, miles de gritos sacudieron la negra noche, el sonido del galopar de caballos se acercaba. Salidos de la nada, los caballos aparecieron transportando una enorme carreta, sobre esta, una alta figura encapuchada se erguía sosteniendo las riendas, sus manos eran huesos blancos y pálidos; entre ellos, negras serpientes se enredaban olisqueando con sus lenguas el sabor de la muerte. Después, su cuerpo, el que reposaba en la tumba, se yergue y sube a la carreta. En el mismo instante en que Juan le contempla al poner el primer pie sobre la carreta, un ardor terrible se apoderó de su estomago, gritó con todas sus fuerzas; sin embargo, se quedó sin voz, algo le obstruía la garganta. Al escupir, descubrió que se trataba de millares de gusanos que le devoraban por dentro. Los caballos levantaron sus patas delanteras y le golpearon en el pecho destrozándole el esternón. Su cuerpo cayó al suelo, intentando respirar, su traquea obstruida por los huesos rotos y atravesados en su pecho. Entonces, una aglomeración de moscas y gusanos emergieron de la oscuridad y le cubrieron, le elevaron en los aires y le devoraron, dejando sólo sus huesos, que en el cementerio, quedaron junto a todos los demás.
En el justo momento en el que Juan gritaba dentro de su letal pesadilla, también, gritó en la realidad. Luis y Rafael se asustaron, pues gruñía y se retorcía terriblemente. Yordalis retrocedió hasta el pasillo, de allí no se movió. Un relincho se dejó escuchar casi encima de ellos. Mientras, Juan, se soñaba escupiendo gusanos, vomitaba en la vida real sin poder despertar de su pesadilla. El ardor que sentía era su estomago que, inexplicablemente, se había abierto y sus ácidos gástricos se regaban por todo su abdomen destruyendo sus órganos, su cuerpo cayó al suelo aún retorciéndose y entonces se elevó en el aire ante la sorprendida mirada de Luis y Rafael. Juan lanzó un último grito desolador y se desplomó, al mismo tiempo que su esqueleto caía en el sueño. Vomitó por última vez una oleada de sangre y murió. En la silenciosa oscuridad, un relincho se hizo escuchar, mientras que un sonido de muchos cascos y galopes se iba alejando presuroso en la negra noche.

Nota: Este relato es una creación conjunta de tres jóvenes narradores cojedeños: Yordalis Desiree Roche León, nacida en Tinaquillo, el 6 de junio de 1988. Elio Rafael Rodríguez Silva, también nació en Tinaquillo, el 4 de mayo de 1985. Luis Guillermo Mendoza Blanco, nació en El Baúl, el 3 de enero de 1988. Los tres son licenciados en Castellano y Literatura de la UNELLEZ-San Carlos. En marzo de 2008, ganaron el IV Concurso Anual de Carteleras “Día Internacional de los Derechos de la Mujer”, en la referida universidad. Han participado en ferias internacionales del libro venezolano y en talleres para la conservación de la tradición literaria oral y la religiosidad popular.

No hay comentarios:

Publicar un comentario