Dos largas hileras de hermosos y olorosos eucaliptos, eran la puerta
de entrada al pueblo por el lado Este, en el camino que venía de Valencia. Una
vez vadeado el rio, y al salir a la explanada del pueblo aparecían la graciosa
avenida de 14 varas de ancho con sus recios y esbeltos árboles, el piso de la
calzada era de granza roja y por la misma natural disposición del todo, aquella
avenida tenía un encanto singular, mas allá de los eucaliptos, grandes matas de
mango que exhibían sus amarillos frutos durante los meses de mayo y junio,
merecures de verde y tupido follaje, algunas casas hechas de barro y palma,
habitadas por modestos pobladores.
En un pequeño desnivel de terreno existían algunos ojos de agua, manantiales
por donde manaba una cristalina agua que
era utilizada por los vecinos para el consumo doméstico; allí podíamos agacharnos para sorber aquella cristalina linfa unos cuantos
tragos, capaces de saciar la sed después
de correr entre los eucaliptos e inhalar su aroma en las frescas
mañanas de paseo decembrino.
En otro lugar de la
misma avenida, solíamos detenernos
frente al túmulo erigido en recuerdo del héroe legendario del pueblo, General
Matías Salazar, fusilado en aquel sitio por haberse levantado en armas contra
el Gobierno de Guzmán.
Un buen día, algún gobernante local decidió inmolar aquella
hermosa estampa del pueblo, y los eucaliptos rodaron destrozados ante el hacha
implacable. Había que construir una calzada amplia y cambiar la granza por el
progreso del asfalto
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