Esta tarde las hojas
de los árboles han comenzado a caer una por una. La tierra está muy seca y muy
caliente. En medio de tanto calor estoy sentado en la puerta de la casa grande
y la mirada se me pierde más allá de la cerca de mereyes amarillos. De vez en
cuando veo que pasa un pájaro y se detiene en el trozo de caucho que la abuela
ha llenado de agua para sus animales.
Esta tarde es como la
primera que pasé sin el abuelo. Por el frente de la casa, pasaba una calle de
tierra y más allá todavía se veían las matas de quinchoncho que el abuelo había
sembrado con sus propias manos. Ocupaban un espacio aproximado a unas cuatro
cuadras, según mi hermana, pero aún no comprendía yo cuánto era eso cuando el
abuelo se fue.
Los atardeceres
soleados y calurosos me hacen extrañar el misterio que se escondía en la caja
de los recuerdos de mi abuelo. Llegar a la casa grande era una aventura. Al
frente, el patio con su tierra seca; a un costado de la casa una versión
miniatura de otra construida con madera y zinc para guardar las herramientas de
trabajo, tambores y otras cosas que el abuelo conservaba no sé para qué. En ese
lugar, mi hermano conservaba en una lata con un pequeño orificio un panal de
pequeñas abejas en miniatura que él llamaba “rubitos” y que llenaban pequeñas
bolsitas de una miel diáfana y muy dulce con fragmentos de polen. Una vez,
abrió la tapa de la lata y me enseñó con sumo cuidado cómo las pequeñísimas abejas
llenaban las paredes de cera y cómo hacían las bolsitas de miel que, de vez en
cuando, tomábamos y dejábamos caer en la boca desde arriba con la cabeza
ligeramente echada hacia atrás.
Mientras recuerdo,
pasa frente a mis ojos ese magnífico pavo blanco que mi hermana me regaló para
que los abuelos lo tuvieran en su casa. Once pavos nacieron de un nido que la
abuela cuidó con esmero. Los pequeños pavitos fueron ungidos con aceite de
oliva y ajo para que no se enfermaran en su proceso de convertirse en esas
grandes aves que asustan cuando extienden sus alas y abren la cola para
demostrar que ellos son fuertes y peligrosos, para que uno no se les acerque.
De los nietos del
abuelo, fui uno de los que más creyó en sus historias y con el que más
compartió sus recuerdos. Por las tardes soleadas como ésta caminábamos hacia la
casa de la bomba y por el trayecto me relataba las historias de su camión, de
los viajes por Apure y por el río. El abuelo conoció a muchas personas en sus
andanzas.
Una vez, ayudó a una
India y la mujer le regaló como agradecimiento una cruz que debía llevar
prendida en su ropa para que nunca le faltara nada. La abuela, muy molesta y
celosa, botó el amuleto y, cuenta el abuelo que a partir de ese momento comenzó
a perder todo cuanto tenía.
Una tarde, relató que
en el campo, llano adentro, más allá de los mereyes amarillos, observó una luz
al pie de un árbol y decidió excavar hasta que encontró un baúl lleno de
monedas antiguas de metal precioso. La historia me pareció increíblemente
fascinante.
En ese tiempo, era muy
feliz al soñar con todo lo que el abuelo narraba: pero las personas decían que
se trataba de cuentos de abuelo. Siempre me pareció triste la forma como
hablaban sobre todas aquellas maravillosas historias. Yo sí que las creía y me imaginaba
cada lugar, cada rostro, casa suceso como si lo hubiera vivido.
Víctor era su nombre.
Víctor viene de la palabra victoria y parecía el abuelo una estatua colosal de
esas de la historia, de las que aparecen en los libros sobre Grecia. Tenía un
gran tamaño y piel tostada por el trabajo expuesto al sol de la intemperie. Su
pecho era ampliamente atlético a los ochenta años, la fuerza se dibujaba en
todos los pliegues de su piel y de sus brazos. Siempre los ojos estaban
escondidos como ocultando un misterio, como si demasiada luz le molestara o
como si quisiera que los pensamientos o los recuerdos no se le escaparan; por
eso, su ceño siempre estaba tenso.
Usaba un sombrero gris
y alpargatas. Su voz era como el murmullo de un río, grave y suave; pero firme
y diáfana como las aguas de las fuentes surgentes.
Un día antes de mi
cumpleaños escuche que llamaron a mi padre para decirle que el abuelo se había
ido. Entonces, nos levantaron muy temprano para ir a la casa grande. Al entrar,
observé a algunos amigos y en el fondo la abuela lloraba cerca de una caja de madera
donde lo tenían. _ Vea a su abuelo. –Dijo, mientras me acercaba para ver que
las profundas ojeras de aquel rostro ya no guardaban nada del misterioso señor
que me contaba historias.
Desde entonces, vive
en mis recuerdos y he guardado un secreto. Nadie supo lo que yo guardaba en mi
caja de madera que siempre mantuve bajo llave. Hoy he decidido abrirla de nuevo
para confiártelo primero que a mis padres. Víctor Laureano se llamaba y, si
viviera, sería tu bisabuelo. No lo conociste; ni siquiera guardo una foto de su
rostro; sin embargo, tú portas su mismo apellido y tus hijos lo harán y los
hijos de tus hijos. Por ello, quiero que conserves esta moneda de plata.
Tómala, es muy
antigua. Guárdala, tiene muchos años conmigo y nunca la he mostrado a nadie. Para
mi es un valioso recuerdo y, para los otros, podría ser la prueba de una
historia que realmente ocurrió.
Es tuya como tu
apellido, como tu rostro con su mismo perfil, como tus ojos de misterio
escondido o como esta tarde árida en la que las hojas del merey han comenzado a
caer una por una.
Cuento de Juan Manzano Kienzler, nacido en Tinaquillo, Cojedes, el 15
de diciembre de 1973. Reside en Valencia, estado Carabobo. Es Licenciado en
Educación Mención Lengua y Literatura (1997); Magíster en Lectura y Escritura
(2001); Especialista en Tecnología de la Computación en Educación (2004).
Docente de Literatura Venezolana en la Universidad de Carabobo.
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