– ¿Hace cuánto que vive aquí?
Preguntó el joven Luis Mendoza, que en ese momento realizaba
una investigación y necesitaba las entrevistas para recolectar información de
los mismos pobladores de las regiones adyacentes a la vía Las Vegas, en plena
llanura cojedeña, acerca de su pasado histórico. La pregunta iba dirigida a una
anciana que estaba sentada en una silla de mimbre, mientras preparaba sobre sus
piernas una jalea de mangos; una larga tira de blancos cabellos le caía por la
espalda enmarcando su morena cara arrugada como una pasa; su voz era como de
ensueños y muy vaga, vivía sola desde hacía mucho tiempo.
Una alfombra amarilla de mangos cubría el patio y el techo
del corredor en donde estaban sentados conversando; la anciana levantó la vista
y miró al joven antes de responder:
–Hace más de cuarenta años.
Luís, la miró y anotó en su cuaderno la respuesta, mientras
avanzaba hacia la siguiente pregunta:
– ¿No tiene alguna anécdota de cómo era esta región cuando
usted llegó?
La anciana lo examinó de arriba abajo, mientras sus dedos pelaban
los mangos cocinados que tenía en la olla, lentamente, casi como en sueño,
volvió hacia el pasado, el joven que estaba frente a ella se desvaneció como un
espejismo, los mangos caídos iban volviendo lentamente a las matas que altas
como eran comenzaron a descender en estatura; su cabello fue decreciendo y
cambiando de color hasta tornarse en un negro azabache, sus arrugas
desaparecieron, el corredor continuó en el mismo sitio y la misma lata que
soportara los mangos volvió a su estado original y pronto desapareció
suplantada por un fresco techo de bahareque, las paredes de barro recobraron el
color original de la cal mientras un montón de hormigas invadía la casa y la
rodeaba, entonces, tan repentinamente como empezó, todo se detuvo como si un
torbellino de luces y colores se hubiera apagado y la hubiera dejado en total
oscuridad: Era de noche, el fogón dentro del corredor ardía y crepitaba
ruidosamente mientras las hormigas la cercaban, sus hermanos se retorcían en el
suelo al mismo tiempo un torrente rojo de bachacos les cercaban y se los
comían, su madre en cambio, era transportada por el aire por las hormigas
voladoras y los comejenes que se la llevaban al gran reino que poseían bajo la
tierra, y le decía estas palabras:
– Huye, vete de aquí y no vuelvas nunca, o serás la comida
de las arañas.
Ella la contempló mientras un muñón negro con pies y manos
caminaba hacia su madre que flotaba suspendida por las hormigas,
–Mamá, mamá, ¿Puedo jugar con mi agüelo?- Había hablado
aquella cosa negra cubierta de hormigas que pronto entendió era su hermano:
–Bueno, pero después lo entierras otra vez-
Contesto la voz de su madre, ella la seguía contemplando
como en sueños, como si fuera una pesadilla, y sin poder pensar en más nada,
emprendió la carrera fuera de la casa hacia la oscura noche perseguida por las
hormigas, su madre la contempló mientras su cuerpo era transportado hasta un
agujero que los bachacos cavaron frente a la casa, lentamente se hundió en ella
mientras los bachacos transportaban a sus hijos mayores en miles de pedacitos
rojos. Esto no lo contempló su hija que seguía corriendo entre el mangal sin
mirar atrás, en dirección contraria a su casa y lo más lejos posible, no hubo
estrellas ni luna, ni nada que iluminara el camino, pero ella lo sabía, lo
sentía, y aún más: lo intuía, seguían tras ella, cazándola, miles de arañas que
tejían sus redes para apresarla, y entonces lo vio, más lejos hacia el sur
estaba el río y podía ver su salvación, entonces corrió hacia él y se sumergió
en sus aguas, pero cuando estaba apunto de llegar al otro lado un pez cajaro
salto fuera del agua y se la engulló de un solo bocado.
Abrió los ojos y para su sorpresa, todo brillaba en el
interior del pez con una extraña luz que no era de color alguno que hubiera
visto sobre la tierra; definir un color es imposible, pues la mejor manera es
enseñándolo, era un color nuevo y completamente distinto a los demás que no se
obtendría con ninguna mezcla, y brillaba todo con esa luz de aquel extraño
color.
Ella se levantó y comenzó a caminar en el interior del pez;
sus pasos no produjeron sonido alguno, mientras vagaba pronto encontró un
sendero que descendía hasta el estómago, extraños letreros estaban pegados a
las viscosas paredes escritos con indescifrables runas de alguna extraña lengua.
Ella tomó el camino que descendía y descendía en una suave pendiente, a su
alrededor aves muy raras volaban suavemente en el viciado aire, y tras echarle
una mirada más detallada comprobó que eran llaves con alas de guacamaya,
grandes llaves de plata y cobre que rondaban los alrededores, y al caminar
escuchó unas voces y corrió hacia ellas, detrás de una ladera viscosa y negra
se hallaban una mujer y un niño con un hombre que estaba acostado, pero a causa
de la poca luz no distinguía nada,
–Mamá, mamá, ¿Por qué papá está tan pálido?
Escuchó que preguntaba el niño,
– ¡Cállate y sigue cavando!
Fue la cortante respuesta de la mujer, sin entender por qué
esta escena no le producía ningún efecto.
Siguió su camino, hacia lo más profundo del pez, pronto una
extraña vegetación fue apareciendo, vestigios de un prehistórico bosque se iba
deslizando en el ambiente como si de llovizna se tratase, una multitud de cosas
que vivían y crecían, se iba dejando ver, y entonces vio unas minúsculas arañas
que se acercaron a ella y comenzaron a tejer en el suelo con su pegajosa seda
un blanco vestido, pero ella las ignoró y continuó. Las arañas aún iban tras de
ella, hasta que topó con una alta escalera que parecía conducir a los cielos
mismos, construida con telaraña, era alta y parecía no tener fin, pero sin más
a donde ir, la subió, pues, no hubo ningún motivo para no hacerlo y comenzó la
interminable escalada.
Durante horas enteras trepó por la telaraña hasta que
alcanzó los ojos del pez que miraban hacia el cielo bajo el agua, pero no
miraban sólo el cielo, si no una cosa larga y rosada que se retorcía cerca de
la superficie: una lombriz, ensartada a un anzuelo atado a un nailon que subía
y se perdía sobre la superficie, y para desgracia de ella, el pez sube hasta el
anzuelo y lo muerde, los pescadores inmediatamente jalan y sin mucha dificultad
sacan al pez del agua que se sacude violentamente, pero finalmente se rinde y
cae en un tobo en donde habían varios más de diversas especies, ella vio en los
pescadores su salvación y cuando estos cortaron la cabeza al pez. Ella huyó y
terminó por cruzar el río sin que los pescadores lo advirtieran, pero cuando
iban a rajar al pez para sacarle las tripas, este se levantó y arrebató el
cuchillo a los pescadores antes de regresar al río de nuevo, mientras su cabeza
contemplaba sin ninguna muestra de asombro, el negro cielo de la noche.
Ella huyó, y llegando el amanecer todo se envolvió de nuevo
en un torbellino de colores, y el corredor con el techo de lata podrido por los
mangos reapareció al igual que la olla de mangos sancochados, y el sol se fue
transformando en un rostro, el rostro de Luis Mendoza, que reapareció frente a
ella:
–No, no recuerdo ninguna anécdota horita.
Fue la respuesta que dio; trató de buscar en su mente, pero,
comprendió que no había ningún recuerdo en ella, porque los muertos no tienen
recuerdos. Luis, recogió sus cosas y se fue, y ella se quedó allí en la ruinosa
casa, en la que nadie vivía desde hacía cuarenta años atrás, pues los viejos
llaneros y los jóvenes de La Chepera sabían que allí una señora alocada asesinó
a su hija y había dejado que las hormigas se la comieran.
http://letrasllaneras.blogspot.com/
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